Hace diez años, el BID publicó un informe que anunciaba, con bombos y platillos, que esta era la década de América Latina. La región avanzaba a pasos agigantados, y, desde São Paulo hasta El Salvador, pasando por Santiago de Chile, la clase media emergía de la pobreza a comprar carros, vivienda y bienes de consumo. El optimismo ante a los mercados emergentes llevó a varios bancos a acuñar nuevas siglas. Brasil iba camino a ser una potencia mundial como el B de los Brics, y Colombia encabezaba los Civets. Una década después la región está en crisis. Parafraseando a Vargas Llosa, ¿en qué momento se jodió América Latina?
Pero no todo se le puede achacar a la covid-19. Antes de la pandemia, la zona ya estaba estancada. En 2019, el crecimiento solo fue 0,2 por ciento, según el FMI, la tasa más baja de todas las regiones del mundo. El crecimiento ha sido lento desde que terminó el boom de los commodities en 2014. En ese año, el precio del petróleo cayó de 100 a 50 dólares por barril, y el índice de metales industriales tocó fondo a finales de 2015.
La zona es cada vez más irrelevante para la economía global. Según el analista económico Sebastián Trujillo, la participación de las exportaciones de América Latina en el comercio global ha caído de 19 por ciento en 2010 a 15 por ciento en 2018. Las exportaciones de la región como proporción del PIB bajaron de 32 por ciento en 2010 a 27 por ciento en 2019, frente a un valor de 56 por ciento en la Ocde. En Colombia son solo del 15 por ciento. Y la proporción del comercio intrarregional está estancada en 14 por ciento de las exportaciones de la zona, concentrado en el Mercosur.
En los mercados de capitales, por su lado, el peso relativo de las acciones de América Latina en el MSCI Emerging Market Index pasó de 22 por ciento en 2013 a solo 7 por ciento en 2021. Y los mercados emergentes se han vuelto efectivamente asiáticos. En Colombia, por ejemplo, después de unos años de fermento en que empresas como Ecopetrol, Avianca, ISA e Isagén emitieron acciones, las bolsas de valores se paralizaron.
En la BVC no se lanza una OPI (oferta pública inicial) hace más de nueve años. La última OPI relevante fue la de Cemex en 2012. El monto transado en acciones en 2020, de 35 billones de pesos, fue inferior al de 2012.
Sin embargo, no se puede generalizar: como región y como las familias infelices de Tolstói, cada país es infeliz a su manera.
Hace una década, en los años dorados de Luiz Inácio Lula, Brasil tenía ambiciones globales como la gran potencia regional. El gigante de América Latina por fin se despertaba y desmentía la frase de que Brasil era el futuro y siempre lo sería. Sus pretensiones se desinflaron con los escándalos de corrupción del Lava Jato y de Odebrecht. Dilma Rousseff fue destituida, Lula terminó en la cárcel, y el péndulo se devolvió de izquierda a derecha. Jair Bolsonaro, a quien han llamado el Trump tropical, profundizó la polarización y ha manejado de manera desastrosa la pandemia.
México, el otro gigante de la región, crece a paso de tortuga. Andrés Manuel López Obrador (Amlo) ha hecho su mejor esfuerzo por asustar a los inversionistas internacionales, comenzando por cancelar la construcción del aeropuerto de Ciudad de México. Pero Amlo es un populista austero que rifó el avión presidencial para viajar en clase económica. A diferencia del resto de América Latina, no se ha querido endeudar para enfrentar la pandemia, y en 2021 México registrará un déficit fiscal de solo 3,5 por ciento frente a 7,7 por ciento para la región. Pero esta austeridad tiene un costo en el crecimiento, y sin gasto contracíclico en 2020 el país azteca tuvo una contracción de 8,2 por ciento.
El caso de Venezuela merece un capítulo aparte. Difícilmente, alguien se hubiera imaginado un Estado fallido en medio de la región en pleno siglo XXI. El colapso en la producción petrolera –hoy Venezuela saca quizás la mitad de lo que extrae Colombia–, la hiperinflación, la inseguridad y la corrupción rampante han llevado a una crisis económica sin precedentes, que ha expulsado a más de 4 millones de refugiados venezolanos a una zona que, de por sí, está pasando aceite.
En cuanto al empleo, las cifras son muy preocupantes. La pandemia ha destruido el tejido empresarial a un ritmo no visto desde la Gran Depresión de los años treinta. Para enfrentar la crisis, los Gobiernos han realizado un esfuerzo fiscal sin precedentes en ayudas para la pandemia, que varía desde 9 por ciento del PIB en Brasil, 6 a 7 por ciento en Perú y Chile, hasta 1 por ciento en México.
Hoy los niveles de deuda permanecen dentro de una franja aceptada por las calificadoras de riesgo, y ninguna de las economías grandes ha perdido el grado de inversión. Pero no hay duda de que se están acercando al filo de la navaja.
Un riesgo externo es la posibilidad de que Estados Unidos suba las tasas de interés para enfriar la economía tras los gigantescos estímulos que los Gobiernos de Donald Trump y Joe Biden le han inyectado. Una salida de capitales hacia Estados Unidos generaría la devaluación de las monedas de América Latina, lo cual encarecería aún más la deuda en dólares. Si se reversan los flujos de capital, atraídos por el rendimiento y la seguridad de los bonos del tesoro gringos, se puede estar frente a una crisis de deuda.
Por fortuna, la región está mejor preparada de lo que estaba en los ochenta. Colombia, por ejemplo, tiene el 75 por ciento de su deuda denominada en pesos, y solo 25 por ciento en dólares. Pero de esa deuda en pesos –mercado de TES–, 40 por ciento es de inversionistas extranjeros de portafolio. Por lo general, son inversionistas institucionales, aunque se pueden asustar ante un riesgo político o la pérdida del grado de inversión.
A largo plazo, el reto es encontrar un nuevo motor de crecimiento. América Latina mantiene una alta dependencia de los commodities, y, salvo México, ningún país ha logrado desarrollar una base industrial conectada a las cadenas globales de valor. Los innegables éxitos exportadores de Perú y Chile están asociados a metales y productos agrícolas de alto valor. Colombia, por su parte, sigue dependiendo del petróleo y del carbón para el 60 por ciento de sus exportaciones. Pero el precio no se ha recuperado, y con la hostilidad generalizada a las actividades extractivas, como el fracking, un segundo boom petrolero es cada vez menos probable. Sumado a la crisis del carbón, puesta en evidencia por la intención de Glencore de cerrar las minas y devolver los títulos, Colombia se ve en muy pocos años abocada a una crisis en las exportaciones. Ni el café, ni las flores, ni el aguacate reemplazarán los combustibles fósiles en términos de valor.
El crecimiento colombiano de los últimos años se ha basado en servicios para el mercado local: banca, comercio y construcción. Pero ninguno de ellos genera divisas, y el déficit en cuenta corriente nacional, que se mantiene en 4 por ciento, es de los más altos de la zona. Marginados del comercio mundial y golpeados por la pandemia, Colombia y los países de la región quedan con la urgente tarea de reinventarse a medida que avanza una nueva década perdida.
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