La primera gran lucha de hombres contra máquinas estalló hace poco más de dos siglos. Corría el año 1811 y un grupo de artesanos ingleses, popularmente conocidos como luditas, comenzaron a asaltar y destruir las factorías del país como protesta por la incorporación de una nueva maquinaria de fábrica que amenazaba con arrebatarles sus empleos. Con el paso del tiempo, estos trabajadores se convirtieron en símbolo de la resistencia contra el ineludible progreso de la tecnología. Años más tarde, la globalización –o, al menos, el proceso que tomó impulso en los 80 y 90 con la revolución de las tecnologías de la comunicación y del transporte– contó también con su particular ludismo.
Según explica el economista y profesor de la Universidad de Cambrige Ha-Joon Chang en su libro Economics: The User’s Guide, en aquella época, los países parecían no tener otra alternativa que la de abrazar la nueva narrativa de la globalización y sucumbir ante los encantos del comercio internacional. Por contra, aquellos que creían poder volver a un mundo anterior revirtiendo el progreso tecnológico eran considerados unos «luditas modernos», incapaces de aceptar lo inevitable. Solo tres décadas más tarde, la crisis sanitaria de la COVID-19 ha puesto de nuevo en entredicho los mecanismos de esa globalización que, si antes parecía irrechazable, ahora genera nuevas dudas.
Fue durante los primeros momentos de la pandemia cuando, con el cierre de fronteras y la consecuente falta generalizada de abastecimiento de material sanitario en Europa, empezaron a escucharse los primeros augurios sobre el fin del mundo tal y como lo conocíamos. «Hemos ido demasiado lejos en la globalización. Esto tiene que cambiar», sentenciaba el comisario europeo para el Mercado Interior, Thierry Breton. Por su parte, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, vaticinaba que la crisis del coronavirus redefiniría las políticas y geopolíticas europeas y, seguramente, la globalización en sí misma. Las palabras del primer ministro francés Emmanuel Macron seguían esa línea: «Es momento de pensar lo impensable. La naturaleza de la globalización, con la que hemos vivido los últimos cuarenta años, cambiará. Teníamos la impresión de que no había más fronteras y había una circulación y una acumulación cada vez mayor».
José Molero: «Cuando aún no había llegado el virus, ya estábamos sufriendo el virus económico del cierre de Asia»
Pocas semanas después, a estas voces se sumaron las de otros líderes europeos que coincidían en que la falta de stock sanitario no era otra cosa que una prueba de la fragilidad de un sistema de producción basado en ubicar numerosas plantas industriales fuera de las fronteras continentales. Tras décadas fiando la producción de ciertos sectores –primero, los más tradicionales como el textil; luego, incluso el de productos y servicios informáticos– a países como China, Vietnam, India o Marruecos para reducir costes, Europa reiniciaba una reflexión interna sobre su proyecto industrial. «La crisis es un acelerador que debe aprovecharse para relanzar la industria y relocalizar sectores estratégicos en la Unión Europea», señalaba el propio Breton recientemente. Y, aunque gobiernos como el de Francia se hayan puesto ya manos a la obra –el país galo ha lanzado un plan de 1.000 millones de euros para recuperar industrias–, estos nuevos vientos de relocalización que se han desatado en Europa traen consigo el debate sobre la viabilidad y la conveniencia de reindustrializar ciertos países. Entre ellos, España.
«La actividades industriales tienen, por término medio, unas características que las hacen particularmente buenas para el conjunto del sistema», asegura José Molero, catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid. «Por un lado, la industria eleva la productividad media de la economía; por otro, en el sector industrial es donde más innovaciones se producen y, además, es el que más compra innovación de servicios avanzados, de telecomunicaciones o de big data», aclara el experto. Aunque esto no significa que la deslocalización no haya tenido sus ventajas: «El proceso de deslocalización de las últimas décadas, asociado a un proceso de desindustrialización, ha permitido abaratar los costes de producción y reducir los precios», puntualiza.
En el otro lado de la balanza, por el camino se han destruido puestos de trabajo por el cierre de empresas y el traslado de las sedes al extranjero. Según un informe publicado en 2016 por el Observatorio Europeo de la Reestructuración (ERM, por sus siglas en inglés), entre 2003 y 2007 la deslocalización representó el 7% del total de puestos de trabajo destruidos en el continente. Una cifra que llevaba aumentando desde la primera gran oleada de deslocalizaciones registrada a finales de los años 80, cuando cuatro países asiáticos –Corea del Sur, Hong Kong, Singapur y Taiwán–, conocidos como «los tigres asiáticos» por su rápido desarrollo industrial, se convirtieron en el destino favorito de aquellas empresas europeas que querían producir más por menos. «Las siguientes oleadas que afectaron a Europa y, por supuesto, a España, vinieron con la incorporación de los países del Este a la Unión tras la caída del telón de acero, la entrada en escena de China y la ampliación de la UE», señala Molero.
Jordi Palafox: «Renunciar a la globalización implicaría un aumento inimaginable de los precios»
La tendencia comenzó a revertirse con la crisis económica de 2008. Numerosas empresas se vieron obligadas a relocalizar sus fábricas por la caída de la demanda y la cifra de empleos destruidos por la deslocalización se redujo del 7% al 4% durante los peores momentos de la recesión, cayendo hasta el 3% en 2016. Solo en nuestro país, se contabilizaron una docena de casos de relocalización entre 2014 y 2018, de acuerdo con los datos del European Reshoring Monitor, que rastrea las compañías que retornan a su lugar de procedencia. Más notables fueron los casos de Reino Unido, Italia y Francia que, de las 253 relocalizaciones registradas en el conjunto europeo, acumularon 44, 39 y 36, respectivamente.
«En esta crisis sanitaria, Europa se ha dado cuenta de que, si lo llevas todo al extranjero, en un momento de dificultad como el de ahora –y ya no digamos en una guerra– te encuentras desnudo, porque te faltan productos básicos», apunta Molero, que recuerda que los primeros efectos de la pandemia en la industria llegaron con el cierre de las fábricas en China. «Aquí todavía no había llegado la COVID-19, pero ya estábamos sufriendo el virus económico del cierre de Asia», arguye.
En este sentido, el académico señala que reindustrializar España se presenta como la secuencia lógica de un movimiento ya en marcha. «Recuperar el dinamismo industrial es posible; primero, porque Europa ya está apostando por ello y nosotros vamos en la misma corriente y, segundo, porque España sigue teniendo una industria muy potente en ciertos sectores, como el del automóvil o el agroalimentario, a pesar de la desindustrialización».
¿Cuánto cuesta renunciar a la globalización?
Jordi Palafox, catedrático de Historia Económica en la Universidad de Valencia y experto en globalización, discrepa de esta visión. A su juicio, la falta de material sanitario durante la pandemia ha generado la falsa ilusión de que es realmente posible incrementar la producción interior de manera inmediata. «Se nos ha vendido la idea de que, si se producen los bienes en el país, se generarán más puestos de trabajo y se aumentará la recaudación fiscal, pero nadie explica que, al producir con costes mayores a los de China, la demanda será inferior y los recursos destinados a adquirir esos bienes limitarán la demanda de otros». En este contexto, reindustrializar sería, en sus palabras, «un despilfarro de recursos» que podría evitarse con una alternativa: mantener un nivel más elevado de stock de ciertos productos.
«La globalización, entendida como la articulación de un mercado único global de mercancías, servicios y capitales, y un modelo económico basado en las cadenas de valor, tiene una eficiencia muy superior a cualquier alternativa: supone costes y precios menores a una misma calidad», defiende Palafox. Además, se trata de un sistema todavía irreversible y renunciar a él implicaría, según el catedrático, un aumento de los precios del que no somos realmente conscientes.
Elena Pisonero: «No podemos abordar el futuro con respuestas del pasado: debemos apostar por una industria sostenible»
En el escenario que propone este experto resultaría imposible aumentar la importancia de la industria en la economía, sobre todo ante un fenómeno mundial como lo es la reducción de este tejido. Se refiere a tendencias como la registrada por el último Barómetro Industrial 2019 elaborado por el Consejo General de la Ingeniería Técnica Industrial (COGITI) y el Consejo General de Economistas (CGE), que refleja cómo la industria ha perdido peso en la economía española en las últimas dos décadas y, a día de hoy, representa cerca del 16% del PIB frente al 18,7% que suponía en el año 2000.
Ante un declive generalizado, Palafox sostiene que, concretamente en nuestro país, la falta de competitividad en el sector ha mermado los intentos de ser una potencia industrial. «Por un lado, el crecimiento de la economía ha estado siempre unido a actividades de servicios de baja productividad y escaso valor añadido como el turismo; por otro, las debilidades de una empresa manufacturera de baja productividad han dificultado el proceso», explica.
Una reindustrialización verde
Es posible que la clave esté, de hecho, en encontrar esa palanca competitiva. Para Molero, competir en mano de obra barata está totalmente descartado. Tampoco sirve invertir en actividades contaminantes o en sectores que no estén dispuestos a formar parte de la transición ecológica. En su opinión, nuestra ventaja está en las tecnologías limpias. «La nueva industria tiene que ser sostenible e intensiva en tecnología y conocimiento, ahí es donde podemos ser pioneros», vaticina.
Elena Pisonero, presidenta ejecutiva de Taldig y fundadora de Relathia, coincide con él y sugiere no perder de vista la senda verde que ha tomado Europa. «La Unión ha decidido que, a pesar de que el mundo ya no se rige por normas comunes, no puede –como comunidad de países desarrollados que creen en una serie de valores– eximirnos de la responsabilidad de comprometernos con aquello que consideramos necesario y ético abordar, como el cambio climático», expone. Esto, para un país como España, supone una oportunidad histórica.
Pero, ¿contamos realmente con las herramientas para aprovechar esta oportunidad? Para Pisonero, el primer gran impulso viene del plan europeo de recuperación económica frente a la pandemia, valorado en 750.000 millones de euros, de los que España recibirá cerca de 140.000 millones. «Debemos estar a la altura y optar por un crecimiento de futuro. No podemos abordar lo que vendrá con respuestas del pasado, por lo que debemos apostar por una industria sostenible que invierta en digitalización y disrrupción tecnológica», sostiene. Pero la experta advierte de que no se trata de reindustrializar aquello que en un momento de tranquilidad se decidió externalizar porque era más rentable: la clave está en revisar nuestro mapa de riesgos y ver en qué sectores vale la pena aumentar el nivel de reservas estratégicas y en cuáles conviene incorporar nueva tecnología.
Arnault Morisson: «La crisis acelerará la relocalización de industrias estratégicas y las políticas a favor de la soberanía industrial europea»
La apuesta por la innovación tecnológica es, precisamente, otro de los mecanismos determinantes para ganar ventaja competitiva y reactivar el tejido productivo español. Al menos así lo afirma la nueva estrategia industrial presentada el pasado marzo por la Comisión Europea, que se sustenta en la transición ecológica, la digital y la competitividad en la escena global. «La COVID-19 puso sobre la mesa la necesidad de alcanzar la autonomía industrial europea, pero no se trataba de un debate nuevo, sino que este plan, enmarcado dentro del Green Deal Europeo, ha demostrado que ya estaba en la hoja de ruta de Europa liderar la transición hacia la neutralidad climática y el liderazgo digital», explica Arnault Morisson, experto en innovación e investigación de la organización Interreg Europe.
Si el desarrollo de las nuevas tecnologías es uno de los ejes vertebradores del plan, también lo es la inversión en conocimiento. «La industria 4.0 implica la adopción en el sector industrial de tecnologías que han surgido en los últimos años», recuerda Morisson. Entre ellas, se incluyen la impresión 3D, el Internet de las Cosas (IoT), la inteligencia artificial o el big data. En algunas, como en la inversión en soluciones de IA, la Unión Europea ya encabeza rankings mundiales con más de 18.429 patentes registradas en el mundo en 2015, solo por debajo de Japón, Corea del Sur y Estados Unidos.
Pero sumergirse en la Cuarta Revolución Industrial no supone solo abrazar los últimos avances, y también incluye la adopción de nuevas habilidades, procesos y formas de organización que permitan explotar esas nuevas tecnologías. Para el experto, esto requiere que los líderes regionales materialicen ese Pacto Verde en nuevas políticas de actuación económicas y sociales. «Ahora que la crisis del coronavirus acelerará no solo la relocalización de industrias estratégicas, sino también políticas a favor de la soberanía industrial europea, es el momento de hacerlo», concluye. Con este llamamiento, solo queda por ver quiénes apoyarán este cambio de paradigma y quiénes, siguiendo el curso de la historia, se convertirán en los nuevos luditas del siglo XXI.
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