Arturo Almandoz: ¿Caracas, ciudad moderna?

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Arturo Almandoz Marte es urbanista, pero sobre todo un acucioso investigador del tema urbano, de nuestras ciudades venezolanas y latinoamericanas. También de los imaginarios que se cocinan en estas urbes. Además de graduarse como Urbanista en la USB, obtuvo un diploma como Técnico Urbanista en el Instituto Nacional de Administración Pública de Madrid (1988). Se graduó de magíster en Filosofía, también en la USB (1992), y realizó un PhD en la Architectural Association School of Architecture, Open University (Londres, 1996). Fue profesor titular del Departamento de Planificación Urbana de la USB y titular adjunto en la Pontificia Universidad Católica de Chile desde 2010. Muchos se refieren a él como el “maestro”. De hecho ha enseñado en muchas universidades nacionales, regionales y cruzando el Atlántico.Tiene muchos libros publicados, entre ellos La ciudad en el imaginario urbano (Fundación para la Cultura Urbana, 2002), Urbanismo europeo en Caracas 1870-1940 (Editorial Equinoccio, 2006), Caracas, de la metrópoli súbita a la meca roja (Olacchi, 2012) y muchos más.
—¿Cuánto de modernidad y cuánto de modernización vivimos en este siglo pasado en Caracas? ¿Nos ayudas a ubicarnos?
—Aunque algunos de los títulos de mis libros han utilizado esos términos, siempre digo a los estudiantes y en conferencias que me dan pavor porque implican tantas ramificaciones y coordenadas temporales. Pero inmediatamente lo amarro a lo urbano: obviamente estamos hablando de modernizacióny de modernidad urbana. Sin entrar en teorizaciones, en modernización hablamos de un proceso y en modernidad lo asociamos a un estadio, más o menos alcanzado. Otros autores, inclusive, meten otro término: modernismo, “ismo” asociado a ese proceso y a ese estadio.
Haciendo esa distinción, la ciudad venezolana, sobre todo Caracas, en la etapa de la segunda posguerra estuvo en esa ruta de modernización, como muchos otros países de América Latina, en el marco de un proyecto desarrollista continental, patrocinado en parte por Estados Unidos. Venezuela despuntó, por sus indicadores, como uno de los países que –para utilizar los términos del período– estaban en el “despegue”. Despegue fundamentalmente económico, paralelo a una transición demográfica. Venezuela se urbaniza en cincuenta años, un hito mundial. Lamentablemente, por súbito y abrupto, tenemos lo que estamos viviendo ahora: un ciclo de urbanización inestable, incompleto, “de campamento”, como dirían Briceño Iragorry, Uslar Pietri, Picón Salas, todos autores de mediados del siglo XX.
En esas coordenadas, Caracas experimenta un proceso de modernización de la infraestructura, vinculado al proyecto del Nuevo Ideal Nacional. Caracas es el epítome. Como dijo Rómulo Betancourt a su regreso del exilio en el 58, era una “ciudad vitrina” que tenía pies de barro.
—Una vitrina rota.
—Es la imagen del show case, de la exhibición. Caracas logra una importancia significativa a nivel continental. Y también como laboratorio, porque se experimentaron muchas nuevas formas institucionales, conceptos de unidad vecinal, zonificación. Uno podría decir que eso se extiende hasta la primera etapa democrática. El asunto, a mi juicio, es que esa importancia ha sido sobredimensionada en el pensamiento posterior.
—¿Por qué crees que se sobredimensionó?
—Porque impidió reconocer la desinversión, en primera instancia, y después el deterioro de Caracas y de la ciudad venezolana. Hay un patrimonio moderno significativo en Caracas, no lo quiero subestimar, pero luego se ensalzó tanto esa época supuestamente dorada que no permitió ver que la ciudad se estaba quedando atrás.
—En lenguaje coloquial: nos quedamos “pegados”.
—Totalmente pegados. Dormidos en los laureles. Laureles bastante pírricos, además.
—Y mientras crecía descontrolado el barrio, como antagonista de esa ciudad de las grandes obras de ingeniería. Envolviendo aquella novedad maravillosa que seguimos aplaudiendo en medio de una ciudad desintegrada. ¿Por qué nos quedamos pegados ahí?
—Nos hemos satanizado, como si eso hubiese sido un problema único de Venezuela. Ese crecimiento de la ciudad informal es un problema del tercer mundo en el segundo tercio del siglo XX. Un problema muy latinoamericano. Lo que pasa es que, por ser Venezuela el país de urbanización más atropellada en el segundo tercio del siglo XX, los contrastes se evidenciaron de una manera patética y dramática.
Está la negación frente a esa ciudad informal que, sobre todo en la primera etapa de Punto Fijo, sigue creciendo por migración campo-ciudad, cosa que cambia después. Pero, en segundo lugar, está lo que llamó Víctor Fossi, nuestro profesor de urbanismo, la “desinversión urbana”, no haber arrostrado que teníamos un país urbanizado. Se tenía que invertir en ciudad, en infraestructura, comprar tierras urbanas, que era el gran tema de Fossi, quien, además, fue director del Fondur (Fondo de Desarrollo Urbano) en los años 70.
Nos quedamos pegados porque había una suerte de fariseísmo, la negación de una realidad. Acuérdate de que también había un clima intelectual y académico, en las décadas de los 60 y 70, de volver a la ruralidad. Y ya eso no cabía en Venezuela. Una tercera razón por la que “nos quedamos pegados”: se trató de sobredimensionar la importancia de esa obra urbana y su capacidad de absorción del crecimiento urbano, cuando ya se sabía a finales de los 70 y comienzos de los 80 que era insuficiente. Y ahí entramos en otro ciclo, en la década perdida de América Latina de los 80.
—¿Sólo desde el punto de vista del rol del Estado o también desde el punto de vista del proyecto de promotores inmobiliarios privados que aprovecharon esa “década perdida”?
—Eso ocurriría más hacia finales de la década, cuando hay una especie de desengaño respecto al aparato de la planificación centralizada, que es el que viene de la última etapa del desarrollismo. Ese aparato comienza a ser desmantelado por ineficiente. Porque prueba ser ineficaz para resolver esos problemas, incluso económicamente. Entonces hay esta especie de liberalización, en la cual van a pescar en río revuelto muchas de estas figuras.
Y viene una discusión epistemólogica importante de finales de los 80 y comienzos de los 90, ¿qué es más importante, el proyecto o el plan de la ciudad, la planificación estratégica? Y aparecen los catalanes en escena. Ésta es una discusión continental que ocurre en América Latina, en la que Venezuela y Caracas se quedan desfasadas. Hasta donde entiendo, Caracas tiene un plan estratégico de mediados de los 90, de la Fundación Plan Estratégico. Ahí hay otro desfase, que se pierde en esa década, mientras se gana en otras partes de América Latina. Aquí no se aprovechó esa onda neoliberal.
—En relación con esa vieja tensión rural–urbano, entre lo moderno y lo premoderno, hay una reflexión contemporánea: la presencia del huerto urbano, como indicador de “ruralización” del espacio urbano, o el uso de la bicicleta, antes asociados al pasado y ahora prefigurando el futuro de la ciudades. ¿Un gran problema o una gran oportunidad?
—En nuestro discurso sobre la ciudad conviene revisar la supuesta “falta de planificación” de la ciudad venezolana. Esa idea está, incluso, marcadísima en un pensador como Uslar Pietri. Ciertamente hubo un proceso desbordado, pero la ciudad venezolana fue planificada y tuvo equipos de alta formación técnica. Quizás faltó la ejecución, pero la concepción estaba, sobre todo en el período entre los 60 y comienzos de los 80.
Haces referencia a elementos casi icónicos que han aparecido a finales del siglo XX, comienzos del XXI, en la ciudad occidental: la bicicleta y el huerto urbano, que remiten a lo que Richard Rogers llamaría Small Cities, que han llegado en parte por esa revisión que se ha hecho de la escala de la gran ciudad, a favor de los procesos de desconcentración y, sobre todo, de los procesos de sostenibilidad ambiental. Y, en ese sentido, son muy pertinentes, sobre todo en los contextos de países desarrollados que se han podido dar ese lujo. Una de esas ciudades es la top model Barcelona, pero pensemos también en ciudades escandinavas o en Irlanda, contextos donde no hay alta concentración urbana.
En nuestro caso, la planificación estratégica de los 90 y comienzos de los 2000, en América Latina, trajo en el paquete algunos de estos elementos que ya los despojó de esa condición de atraso, de ruralidad, para ser elementos urbanos modernizados. La ciclovía en Santiago coexiste con el peatón y el vehículo. Mi sospecha, en el caso de Caracas, es que no hubo una renovación de los elementos de planificación en los 90 que incorporaran algunos de estos elementos. Esto viene asociado al proyecto del siglo XXI en el que, sin quitarle valor, aparece el conuco. Es válido, y ciertamente quizás hubo algo de prejuicio en la primera reacción pública ante eso, pero mi sospecha es que no vienen por la vía de la recuperación ambiental, sino como negación frente a una realidad insoslayablemente urbana.
—No aludo a la campaña anti-urbana de estos últimos 20 años, en el caso de Caracas en particular, de desconcentrar la ciudad, repartir su población por el territorio nacional. Me refiero a que está allí, que es tendencia clarísima en muchas ciudades del mundo, por cómo se relaciona el elemento humano en esa mezcla entre lo comunitario y lo societario.
—Respecto a los últimos 20 años, sabemos que ha sido un proceso de cuño anti-urbano, porque la revolución bolivariana tiene esa retórica. Especialmente el fenecido comandante tenía ese discurso, está documentado en toda la ideología, el tipo de autores al que apelaba, el imaginario. Pero, atención, ese supuesto carácter anti-urbano hay que revisarlo, porque cuando vas a la instrumentación de las políticas de la primera etapa chavista, tenías la coexistencia de la negación de la concentración urbana, la vuelta a ejes fluviales, como en los años 70, pero también una política que, en vez de favorecer el transporte público, favorecía la concentración vehicular y el transporte privado, para nada anti-urbano.
—Ese desarrollismo central del vehículo también es anti-urbano.
—Si hilas más fino, dices “esto no es urbano”. Cierto. Lo digo más desde el punto de vista de favorecer el crecimiento de la ciudad, de la infraestructura urbana, en modo concentrador.
—Seguir en la onda desarrollista.
—Por eso digo que el supuesto carácter anti-urbano de la revolución era bifronte.
—¿Contradictorio?
—Cierto, bifronte quizás sea un término demasiado elegante. Respecto al tema de la factibilidad de estos elementos dentro de una dinámica metropolitana caraqueña, soy un poco pesimista, aunque no quiero pecar de profeta del desastre. Desde el punto de vista de la sostenibilidad, estos elementos ayudan a la desconcentración de servicios urbanos, recreacionales, áreas libres. Vamos a ponerlo de manera simplona: como urbanista creo que eso tiene un efecto que es conveniente para el tejido urbano.
Hay ciudades del interior donde esta dinámica puede ser más factible. Mi sospecha, o mi suspicacia, en el caso caraqueño, vendría por un elemento de naturaleza educativa, la conciencia sobre estas piezas, no como prescindibles adminículos en la dinámica urbana, sino como algo que forma parte de su función: ciclovía, bicicleta, el huerto. Que esos elementos sean respetados y no como una tierra de nadie. Eso requiere una cierta educación urbana que, quizás por lo atropellado de nuestro proceso de urbanización, no parece consolidada. Pero no digo que sea imposible.
Por otra parte, lo comunitario en lo urbano es una vieja discusión, viene de la escuela de sociología de Chicago de los años 20. Lo metropolitano no implica la negación, la extirpación de lo comunitario, que reaparece. En cualquier metrópoli lo comunitario es una reinserción siempre atravesada por lo asociativo. Está todo enmarañado, con tensiones que pueden romper lo comunitario. En el caso caraqueño, ese tejido está especialmente debilitado o intervenido por otros vectores que incluyen lo político. Caracas es una de las ciudades de más alto índice de inseguridad en el mundo, por eso veo lo comunitario mermado en su vitalidad. Ésa es mi otra duda en el largo plazo: ¿qué tan fuerte es lo comunitario? No estoy hablando de comunidades que vienen de abajo, que se han montado en lo comunitario desde organizaciones de base. Estoy pensando en urbanizaciones como ésta, Las Palmas. No sé hasta qué punto lo comunitario está sano y musculoso en Bello Monte, en San Bernardino.
—Lo comunitario, como lo expresas, tiene ese vicio de instrumentalización para otros fines. Dentro de lo metropolitano, lo comunitario no debe dejar de existir, en tanto espacio de identidad que convoca lo metropolitano distante. Para decirlo más sencillo: que la comunidad sea hospitalaria para todos, que no sea territorio excluyente.
—So pretexto de lo comunitario.
—El huerto, la bicicleta, esa comunidad, ¿son una oportunidad para pensar en este momento el futuro de Caracas? Una ciudad de seres anónimos que podemos movernos por territorios comunitarios, donde nos reciben respetando el derecho que uno tiene a estar en cualquier lugar de la ciudad.
—La oportunidad está no solamente en Caracas. Creo que es un gran tema del siglo XXI, el replanteamiento de la relación entre lo comunitario y lo asociativo dentro de la estructura y la dinámica metropolitana. Yo creo que este urbanismo sustentable tiene en mente este rescate. Lo único que yo diría, no solamente de Caracas, es que a veces se cae en una idealización de lo comunitario –ruralista–, que puede ser arcaico y hay que ver eso con cuidado. De esto se nutren el ambientalismo y muchas otras tendencias.
Yo soy un urbanita de espíritu metropolitano, aunque ya no salga de mi casa, pero sigo siendo metropolitano en principio. Ahora bien, eso comunitario, pasando al caso caraqueño, puede tener varias manifestaciones, algunas de ellas positivas y otras no tanto. Esta tendencia de formar grupos de WhatsApp para que la gente resguarde la seguridad de los vecindarios o incluso ni siquiera de la zona completa, de sectores, de calles, mediante la constitución de un grupo. Bueno, ahí está lo comunitario reapareciendo con fuerza. Lo que preocupa es por qué aparece. Por el elemento de inseguridad. ¿Entiendes? Entonces está viciado desde el origen.
—Creación de redes que tienen un fin muy específico: el resguardo, ni siquiera de la comunidad, sino de los individuos que instrumentalizan un elemento que tiene un signo de comunidad, pero no es comunitario.
—Usa esa bandera: la comunidad quiere seguridad. Sí, hay allí un elemento comunitario, una manifestación virtual, no solamente de Caracas, de las “Gated Community”, en una escala micro. Cierro la calle, me meto en la red. Un tema de moda y muy discutido. Caracas tuvo, sin llamarlas así, después del Caracazo, las primeras manifestaciones de las comunidades cerradas. Estamos hablando de finales de los 80, comienzos de los 90. Y ahora se escribe sobre eso como una gran novedad.
Una economista del IESA, Janet Kelly, presentó una ponencia en el 98 en la Simón Bolívar, en unos encuentros de la Bigott sobre modernidad y tradición –lo que estamos discutiendo con otros términos–, en la que hablaba de un gran malestar, del “desorden en nuestros vecindarios”. Un malestar que estaba ya en la sociedad venezolana y que se hacía patente en el vecindario, que tiene que ver con ese rescate de lo comunitario. No creo, por cierto, que todas las manifestaciones que el malestar de la sociedad venezolana ha catalizado en el vecindario sean negativas. Probablemente hay muchas que son rescatables y van a florecer más adelante.
No tenemos acá –hasta donde yo entiendo– guerras territoriales, entre guetos, hablando de lo territorial. Al menos no tan fuertes como Sao Paulo, Río o incluso Los Ángeles.
—Me parece interesante: dijiste que eras metropolitano, un urbanita. Pero hablas del malestar, de la imposibilidad de serlo.
—En lo público. Soy cosmopolita en este hueco.
—¿Cómo construir o reconstruir la idea de lo metropolitano? No hay una batalla por el territorio, pero hay territorios, muchos no seguros. ¿Cómo construir, en medio de este panorama cotidiano, una vida metropolitana? ¿Cómo hacemos para avanzar hacia allá en esta ciudad, desde la academia, desde la investigación y la elaboración teórica?
—Las dos últimas décadas han sido de una fuerte agitación política. Esa afectación se ha vertido en el territorio urbano. Quizás en los dos últimos años ha habido una relativa pausa dentro de una guerra de trincheras que hubo en los años 2000 y que quizás tuvo sus picos entre 2002 y 2004, con los bastiones que se crearon de la oposición y del oficialismo. Eso llevó a una territorialización de esos grupos que, haciendo analogía, casi era una guerra de bandas. No era por razones delictuales, sino supuestamente ideológicas, aunque terminó por ser bandolera.
El espacio público fue proscrito, no solamente por la inseguridad, sino desde lo político. Yo cito, en la última parte de la La ciudad en el imaginario venezolano, un artículo del presidente Caldera, poco antes de morir, de corte más bien urbano, donde se queja de eso que estamos hablando: no poder ir a la plaza Bolívar porque estaba tomada por el oficialismo bajo la mirada cómplice y el estímulo de la autoridad. Lo que me llamó la atención es que un político estuviera realmente hablando de espacios públicos, de esa escala.
Lo metropolitano implica, hasta donde yo lo entiendo y según las teorías que he manejado, un proceso de segregación. La segregación, por definición, no es mala, pues es necesaria al crecimiento urbano. No puedes tener una ciudad homogénea, toda igual. Tiene que haber segregación funcional de usos. Un sector más residencial, un sector más comercial. No digo esto por el movimiento moderno que lo proclama en el segundo tercio del XX. Es que es natural en el crecimiento de la metrópolis post-industrial.
—Segregación de usos, pero no social.
—Absolutamente. Y tienes una segregación socio-económica en la zona, que es natural al crecimiento urbano. No vas a tener todos los distritos de una ciudad del mismo tipo.
—Pero que se exacerba según el modelo predominante.
—Absolutamente. Pero es muy difícil, hasta en las ciudades soviéticas de la guerra fría había segregación. Peor aún: tenías segregación porque es algo que va con la dinámica urbana, por no hablar de la dinámica inmobiliaria, que se torna especulativa. La segregación es una manera de diferenciar el uso y las condiciones, de densidad, de poder adquisitivo. Ahora, dentro de esa segregación ¿qué es lo metropolitano para mí? Que tú tengas espacios de convocatoria metropolitana.
¿En Ciudad de México cuántos tipos de colonia hay? Una miríada. Pero tienes una capacidad de convocatoria en espacios más emblemáticos, desde el punto de vista político, como el Zócalo. Al momento de hacer un reclamo, como lo hicieron los zapatistas a finales de los 90, volvieron al espacio emblemático, ése que supuestamente es de todos. Eso ocurre, mutatis mutandis, en la avenida Paulista, de Sao Paulo. Son espacios que tienen una convocatoria metropolitana.
Nosotros crecimos como una ciudad segregada, como muchas otras ciudades. Pero ciertamente en Caracas se manifestó mucho más, quizás por las diferencias en los niveles socio-económicos. Grosso modo, fue este–oeste en la etapa pre-Metro. Esa segregación no fue eliminada, pero fue desdibujada por el Metro, que tuvo esa gran virtud. Creo que fue una influencia positiva. Revolvió la ciudad.
—Una coctelera.
—Esa coctelera fue de los años 80 hasta comienzos de los 90. Sabana Grande no era un espacio de convocatoria metropolitana antes del metro. Era un sector comercial bohemio, parte de un este que se hacía centro, pero este al fin y al cabo.
—Más de élites.
—¿El Metro qué es lo que hace? Justamente le da acceso a todo el mundo a Sabana Grande y lo vuelve lo que es hoy. Creo que también pasó con Catia y con otro distrito significativo, Bellas Artes, que no existía antes del metro.
—¿Y Petare?
—El mismo Petare, y también Chacaíto, al que le cambió el rol. Los espacios tuvieron una convocatoria a raíz del metro. Eso, a mi juicio, fortaleció la estructura metropolitana de Caracas. No solamente por el hecho de que tuviera la comunicación de la infraestructura, del artefacto, sino porque, además, dinamizó los distritos.
Sabana Grande ha dejado de ser lo que era, después del rescate que logró la administración del segundo período de Bernal, por orden del presidente. Se logró rescatar un espacio que estaba necrotizado desde finales de los 90 hasta mediados del 2000. Perdió muchísima calidad, pero sirve. ¿Ahora es un espacio de convocatoria metropolitana? No lo sé. Puede que sí, pero sospecho que no del todo metropolitano. ¿Cuál sería el espacio de convocatoria de la metrópoli caraqueña hoy por hoy? ¿Altamira? En los 90 lo era, ahora no.
—Si lo pensamos en términos de escala, como que ninguno. Todos están marcados por públicos relativamente homogéneos. Se ha perdido mucho de la coctelera.
—Exacto.
—Cambiando de coordenadas: pongamos que quiero ir de mi casa en Colinas de Bello Monte hasta la plaza Caracas, aquí arriba en la avenida Las Palmas, donde hay una intensa vida comunitaria en estos días. No es un espacio metropolitano, pero como experiencia está en ese espíritu. Pero tengo que atravesar muchos territorios y muchos vacíos. Mucha tierra de nadie en medio.
—Hablabas de territorios comunitarios, y el punto es que esos territorios están atravesados por tierras de nadie. Atravesar esa tierra de nadie es salir, más que de territorios y comunidades, de nuestras trincheras. Salir de una trinchera para ir a otra. Ojo, no estoy paranoico con la inseguridad. Yo me sobrepongo y hago mi salida sin la paranoia. Pero tú sabes que tienes que tragar grueso porque vas a atravesar una tierra de nadie donde puede pasar cualquier cosa.
El ejemplo de la plaza Caracas, a la que a veces voy a llevar a mis sobrinitos para que jueguen, es perfecto. Yo tengo que sacar el carro para subir por la principal de Las Palmas, porque después de las cinco de la tarde te pueden asaltar. Cuando me mudé aquí, hace cinco años, no era así o yo no lo sentía así. Quizás ahora que tengo más tiempo en la zona estoy más consciente. No es tan fácil que vaya a relajarme una tarde, llevar a mi ahijado allá arriba. Tengo que, finalmente, sacar el carro, lo cual a mi juicio le quita valor urbano a mi salida, porque soy un hombre de a pie, detesto el carro.
—Se suele pensar lo metropolitano como “espacios metropolitanos”, no como un espíritu metropolitano. En términos de espacios, el barrio es lo menos metropolitano que hay. Uno no suele hablar de lo metropolitano pensando en la esquina o la escalera.
—No es lo que uno asocia primeramente.
—Pero resulta que es donde vive la mitad de la población.
—Cierto.
—¿Puede ser metropolitano el barrio? ¿Es metropolitana la esquina? El espacio que normalmente considerábamos local, comunitario, pero que desde el espíritu abre e invita a esa idea de la mezcla, no importa si en gran o pequeña escala.
—El barrio es una buena escala. No olvidemos que, cuando se habla de barrio en Venezuela, se está hablando del barrio informal básicamente, mientras que lo barrial en otras partes tiene una connotación de un espacio consolidado. En cuanto a la relación con lo metropolitano me atrevería a decir que, más que una inquietud por lo metropolitano en esa escala, es por lo urbano, como lo definió Lefebvre. En el barrio puede estar y esplender lo urbano, y es casi lo que nos queda. Cuando yo salgo por aquí, me toca ver en pequeño las manifestaciones de lo urbano, no sé si de lo metropolitano.
Respecto a lo del espíritu metropolitano, mi respuesta es sí: lo barrial puede epitomar lo urbano, plasmarlo. El tramo de Las Palmas frente a la Tívoli, y más arriba de La Consolación, con una infraestructura espantosa, con un gran deterioro, ahí está lo urbano del sector. Aparece el vendedor ambulante, el banco, la panadería, lo urbano manifestado dentro de la zona. En esta parte está lo homogéneo, mientras que allá está lo diverso. Y lo urbano es diverso. Lo barrial aloja lo urbano. Y yo creo que es un punto muy importante, dado el debilitamiento de la escala metropolitana de Caracas, de esos grandes espacios que hoy por hoy no son fáciles de encontrar, porque terminan siendo de un sector o de otro y, además, están mermados en sus posibilidades de uso. No es que el centro comercial sea para mí el espacio emblemático, pero si un centro comercial cierra a la 9 o a las 8 de la noche.
—¿A las 9? ¿Cuál?
—¿Cierran más temprano? Me escandalizo. Si esos espacios ya están tan debilitados, tenemos que buscar lo urbano en lo barrial. El problema es que para disfrutar de esa vidilla, por lo menos verla un rato, si salgo de aquí en la noche, tendría que ser en carro, y aún así es un poco arriesgado. Yo recuerdo que salía del colegio Tirso de Molina, en San Bernardino, y por donde estaba Crema Paraíso había gente a las 10 de la noche, era un nudo de vida barrial.
—Pero yo te hablo de nuestro barrio. En los sectores populares esa vida urbana existe. Hay zonas donde hay disputas por el territorio y eso limita esa vida, pero en general esa vida continúa. Lo extraño es que el resto de la ciudad le teme al barrio. El barrio, en el imaginario de la clase media, es un problema, algo que hay que evitar, un error histórico.
—Es muy miope, pero hay mucho de eso. Y hago un mea culpa: en mi investigación poco aparece. Porque como yo trabajo generalmente con fuentes escritas, publicadas y de obras más o menos consolidadas, en esa literatura poco aparece. Y, cuando aparece, muchas veces es en estos términos que estás comentando. Si trabajara más con historia oral, la cosa sería distinta. Pero, coincido contigo: es un tema que uno no asocia con el escenario donde lo urbano se va a manifestar, pero probablemente se está manifestando más que en las zonas consolidadas.
Yo me siento muy urbano, aunque esté en el último rincón del tercer mundo –que eso es Venezuela hoy por hoy–, procuro ser cosmopolita, porque creo en lo urbano. Respecto al “espíritu metropolitano”, en autores como Spengler, El alma de la ciudad, que he citado en varios libros, la metrópoli implica una relación de dominación respecto a un derredor. Hay metrópoli cuando tienes un derredor que, en cierta forma, tributa a una ciudad que tiene una condición preeminente. Y que, por lo general, históricamente lo ha sojuzgado.
—¿Es el caso de Caracas?
—No es el caso de Caracas, en el sentido que tenga una relación de dominación, de explotación. O, en todo caso, eso ya pasó. Quizás la hubo hasta mediados del siglo XX, con el Nuevo Ideal Nacional, y quizás en los primeros lustros democráticos. Sí hay un espíritu metropolitano, en el sentido de esa ciudad que domina, que impone. Muy poco ya impondrá Caracas. ¿Moda? No sé. Impondrá más bien una imagen lamentable de centros comerciales que cierran a las 8 de la noche. Una imagen negativa. Pero, ciertamente, cuando hablo del espíritu metropolitano, lo asocio a esa imagen de una ciudad dominante sobre un derredor. Y, en ese sentido, creo que Caracas todavía tiene un imaginario metropolitano, incluso a nivel internacional.
Puede haber un espíritu metropolitano del deterioro, de lo negativo, en contraste con ciudades que hace 20 años eran muy violentas, ciudades colombianas o brasileñas. Cali y Medellín son ciudades que hoy están completamente regeneradas. Ahora, Caracas, hoy por hoy, a nivel latinoamericano puede tener esa aura de“meca roja”, imagen de ciudad violenta, deteriorada. Creo mucho que lo metropolitano implica esta relación con otro territorio, con otra población. Quizás todavía tiene una imagen más metropolitana que la misma Bogotá, que es mucho más grande.
—La impronta de un momento que aún capitalizamos.
—Algunos autores la llamaron “crisol de migraciones”, porque lo fue y eso le dio un carácter heterogéneo, la marcó mucho. Y eso también influyó en esa imagen modernista que no solamente tuvo Caracas, sino la sociedad venezolana. Muy poco de eso queda. Queda el patrimonio moderno, harto deteriorado, y de ahí nos agarramos. Nos hemos agarrado de ahí porque no quedó mucho más después del metro, nuestro último juguete. Te estoy hablando a nivel de obras, no de regeneración social. ¿Cuál fue la última gran intervención, la última gran postal? El metro. Y ahí quedó.
Uno recuerda la Caracas de los 80 y ya había esa ilusión. Adriano González León tenía un texto sobre las galerías subterráneas que iba a abrir el Metro de Caracas, y la publicidad que iba a haber abajo. Una serie de imaginarios que el metro conjuró. ¿Cuál obra posterior ha habido? Cuando llegué de Inglaterra en el año 96 había un gran revuelo porque habían hecho el Sambil, o estaban por terminarlo. Esa gran ciudad, en términos de obras públicas, se esfumó.
—¿No hay algo tramposo en los rankings de ciudades?
—Mucho. Caracas ahora sale fatal. Pero no siempre fue así.
Pero cuando no fue así, ¿no era igual una ilusión? La valoración sólo de unos elementos.
—Brincando los otros.
— Se suele hablar de inversión, seguridad, pero no se habla de organización social, por ejemplo.
—Claro, no son los que figuran generalmente. Yo prefiero creer que está ocurriendo un proceso de regeneración en ese nivel de lo invisible, por decirlo así, que puede estar suturando, sanando fracturas. Apuesto por ello. Habría que revisar otras variables. Yo creo que, volviendo al tema inicial en tu pregunta, esa retórica en la que nos quedamos pegados de la supuesta modernidad caraqueña, es una tabla de salvación, por decir así, ante el deterioro, ante la modernidad trunca. Lo que nos queda es reconstruir esa modernidad.
En la narrativa de los años 90, autores como Ana Teresa Torres, como Eduardo Liendo, como Antonieta Madrid, Carlos Noguera, quizás hayan revisado ese proceso y arrostrado a mi juicio, en términos del imaginario con respuestas literarias, novelescas y ensayísticas, este desengaño. Eso no lo percibo en la arquitectura, no hay un discurso que desmonte esa supuesta modernidad y la vea en términos más realistas. Todavía nos negamos a aceptar el desmantelamiento de ese patrimonio moderno, que es significativo, valioso, reconocido internacionalmente, sobre todo la obra de Villanueva, pero que no es suficiente para hacernos ver todavía como ciudad moderna.
Fuimos una ciudad con enclaves de modernidad significativos y desarrollamos una retórica a posteriori en la segunda mitad del siglo XX, con la que nos quedamos. ¿Qué es Caracas hoy? Una ciudad, obsolescente, deteriorada. Ni siquiera hablamos de la inseguridad. No es una ciudad que está a la par de sus congéneres en América Latina.
—¿Construimos un ícono de modernidad y detrás del espejo construimos uno de la precariedad?
—¡Claro! La imagen que está en algunos de los textos de los años 50, que yo uso en la segunda y tercera parte de La ciudad en el imaginario venezolano, quizás no suene bien, pero no deja de ser ilustrativa para describir el proceso de Caracas y de la urbanización venezolana, que es una “urbanización a empellones”. Una urbanización de campamento, con muchos elementos construidos de manera atropellada. El barrio informal no es solamente de la ciudad venezolana, es del tercer mundo, de América Latina. Si no, miremos a nuestro vecino, Brasil. Morfogenéticamente hablando, tiene el proceso del campamento.
Uno lee Oficina número uno, de Miguel Otero Silva, y lo que ve es la ciudad atropellada. Quedó como asignatura pendiente, no lo atendió debidamente la planificación de la ciudad formal. Había nivel técnico, pero el proceso se desbordó, no se atendió debidamente. Y no digo esto para meter a la población de barrios en súper bloques, tipo 23 de Enero, que fue una primera respuesta muy controversial. Hoy por hoy eso tiene un valor comunitario, además de arquitectónico. Se atendió a esa ciudad in situ, con su propia lógica, sus propias bondades, rescatando valores comunitarios que ahí eran naturales, como en otras partes de América Latina, con poblaciones que compartían acervos. Pero ahí había un potencial comunitario que quizás se desdibujó en la segunda generación. Se vuelve más urbana, menos comunitaria. Ciertamente eso fue desatendido. La IV República tenía los programas de Fundacomún, una institución que, a nivel del tratamiento municipal, fue significativa, pero pasaron al olvido.
—¿Cuáles son los elementos más recurrentes en el imaginario de Caracas de la clase media?
—Ese imaginario ha ido cambiando y está tan deteriorado. Yo creo que se desdibujó.
—¿Ya no nos queda ni El Ávila?
—Janet Kelly fue profesora del IESA y penetró muy bien la clase media venezolana. Supongo que en los 90 todavía uno tenía el imaginario de que somos un país rico, cosa que todavía la gente repite, donde nos podíamos dar ciertos lujos que otros no se podían dar. Lamentablemente, ya otros países se los dan y nosotros no. Aunque la situación estaba mal, nuestra auto percepción era de que en el corto plazo íbamos a salir de eso. En el fondo no era tan preocupante el vecindario con las vallas, que tuvieras que protegerte más y salieras menos de noche, porque eso iba a cambiar en el corto plazo con algunos ajustes. Tenías tu carro y en el fondo estaba bien. Podías hacer dos o tres viajes al año. Ése era el imaginario, grosso modo, de la clase media. Respecto a la ciudad tenías zonas que no eran proscritas, pero que no eran recomendadas por inseguras. Pero igual podías tener amigos ahí. Porque esos imaginarios no eran excluyentes.
En los últimos 20 años, el chavismo hizo ver como que eso estaba en pugna. Yo no creo que los imaginarios de la sociedad venezolana estuvieran en pugna a nivel urbano, sino entreverados. Y el imaginario del otro llegaba a mí por la mujer de servicio o por el que te limpiaba el carro, que todavía me invita a que nos tomemos unas birras. Cosa que me encantaría hacer, en el fondo. O sea, siempre ha habido un entrevero. Y no creo que haya un prejuicio social tan marcado. Estaban muy mezclados como para ponerlos en pugna.
Después de lo que ha pasado, probablemente, sí, están confrontados. Hoy ese imaginario de la clase media, con respecto a ese otro, ya no lo percibe como “yo estoy bien y al pobre lo voy a ayudar”, sino “si yo estoy muy mal, hay unos que están peor”. Es un imaginario que se ha tornado, en cierta forma, auto indulgente.

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