Reflexiones sobre los grupos de presión en las democracias actuales: to be or not to be?

Por José A. Gil Celedonio

Las sociedades contemporáneas aparecen caracterizadas por la existencia de una pluralidad de intereses sociales que, necesariamente, ha de tener una solución de continuidad en la esfera política que ha de gobernar dicha sociedad. Esta noción, presente en los análisis tanto competitivos/pluralistas como elitistas de la ciencia política, ha contribuido a que diferentes instituciones mediadoras cobren importancia para interrelacionar ambos mundos, llegando tal situación a un punto en el cual incluso podemos encontrarnos con un profundo reflejo constitucional de algunas de ellas, lo que es especialmente visible en la importancia dada a los partidos políticos. No obstante, el progresivo ensanchamiento de esas bases pluralistas de la representación de intereses sociales, elemento cualitativo y material imprescindible para el desarrollo democrático, se ha visto reforzado con la poderosísima entrada de actores políticos no electorales, que influyen fuertemente en los procesos políticos desde muy diferentes lugares y en muchos ámbitos. Hobsbawm dirá, en este sentido, que, en espacio público de finales del siglo XX “las minorías que hacían campaña, en ocasiones por cuestiones específicas de interés público, pero con más frecuencia por intereses sectoriales, podían interferir en la plácida acción del gobierno con la misma eficacia- e incluso más- que los partidos políticos”.

Su reforzamiento en los últimos años se relaciona con una suerte de solución de consenso entre la herencia keynesiana, partidaria de un Estado poderoso, y, por tanto, de actores fuertemente político-electorales que dirigen las Administraciones Públicas, y las fuerzas de la ortodoxia económica pujante de los años setenta y ochenta, creyentes del neoliberalismo económico que se confesaba partidario de la mínima intervención estatal. De este modo, serán nuevas tendencias políticas, como la tercera vía laborista de Tony Blair o sus sucedáneos francés, alemán o español los que propugnarán un empoderamiento colectivo de la sociedad civil, un ámbito fuera del estado pero también, al menos en apariencia, fuera del mercado en el que distintos entes, de muy diferente naturaleza y perspectivas de acción, se relacionan con ambas esferas sociales, en claro síntoma de modernización y nueva legitimación del proceso político. De este modo, diferentes organizaciones internacionales como la OCDE o la Unión Europea promoverán como una de las características esenciales de la democracia contemporánea la participación de diferentes actores en el proceso político, generando lo que algunos autores han bautizado como “gobernanza” o “sociedad red”.

Es en este contexto en el que se desenvuelven los grupos de interés, con creciente influencia en el marco de las economías globalizadas. Su definición terminológica es escurridiza ya que, si bien es cierto que no son objetos nuevos en el ámbito del estudio politológico y sociológico, las pautas explicativas tienden a concentrarse en la oposición a otras fórmulas de acción también existentes, ya sean los partidos políticos o, de forma más genérica, los movimientos sociales. Con un carácter ya clásico, Escobar Kirkpatrick relacionará su existencia con el de la sempiterna crisis de los partidos políticos ya en los años setenta del pasado siglo, como depositarios de un poder político que no encuentra su lugar en las coordenadas del combate partidario. Ferrando Badía las caracteriza como entidades con fines materialistas, que buscan hacer valer sus pretensiones a través de los partidos políticos o, ante su falta de atención, directamente sobre los gobernantes. Este autor calificará los grupos de interés como grupos de presión (de una manera algo difusa) cuando sus objetivos se desdibujen y se vean perjudicados por otros actores del juego político, hecho ante el cual comenzarán a organizarse y buscas vías de acción directa. Ello, a su vez, genera nuevos grupos de presión y estos acaban por institucionalizarse.  De este modo, y diseccionando características apuntadas con anterioridad, autores como Ibarra y Letamendia los caracterizarán como organizaciones formales, generalmente jerarquizadas que priorizan unos objetivos en (auto) representación de un grupo o colectivo y a favor de unos intereses expresos de carácter asistémico, siempre necesariamente parcial.

La elasticidad conceptual de la noción nos permite incluir dentro de esta categoría a muy diferentes actores: desde los clásicos sindicatos de masas desde finales del XIX y sus contrapartes, las organizaciones empresariales (objetos de estudio fundamental de la ciencia política estadounidense desde mediados de los años cincuenta del pasado siglo), a las organizaciones eclosionadas por la institucionalización de movimientos sociales tan dispares como el feminista o el ecologista, sin olvidar los intereses económicos monopolísticos u oligopolísticos. Todos ellos, además, pueden revestir formas jurídicas muy diversas, desde meras asociaciones de un tamaño relativamente reducido hasta corporaciones quasi-empresariales de carácter internacional, pasando por ONGs transfronterizas y fundaciones con abultados presupuestos. Quepa nombrar aquí piezas de este sistema que no pueden formar un conglomerado más diverso: la Asociación Nacional del Rifle (NRA), Greenpeace, Amnistía Internacional, la Confederación Sindical Internacional o la Confederación Española de la Pequeña y Mediana Empresa (CEPYME) son buenos ejemplos de grupos de presión en diferentes ámbitos geopolíticos y socioeconómicos. Como muestra Oliet, estos grupos de presión aparecen en regímenes políticos con grandes disparidades entre sí, ya que la incorporación (ya sea voluntaria, ya sea forzada) de estos grupos a la negociación de políticas públicas relevantes se considera directamente proporcional al nivel de paz social alcanzada. El caso español, como el caso de otras democracias europeas con Estados del Bienestar más desarrollado, muestra la importancia práctica de la concertación social entre gobierno, sindicatos y organizaciones patronales. Pero es evidente que ni todas las entidades participan del mismo modo, ni todas desean participar del mismo modo, lo que genera graves asimetrías que pueden afectar, en su caso, al fondo del sistema democrático.

Así pues, el principal problema de calidad democrática se encuentra en la colisión que puede darse en el caso de que estos entes de la sociedad civil operen en un ámbito político en el cual los mecanismos de control democrático de las instituciones no funcionen de forma adecuada y los gobiernos no rindan cuentas por sus decisiones. Esto puede deberse a diversos factores como la incapacidad del  electorado para determinar responsabilidades o la ausencia de controles internos en los principales instrumentos electorales (los partidos políticos), especialmente en momentos en que un gobierno monocolor ostenta mayoría absoluta en el Parlamento que, en teoría, debería controlarlo, por ejemplo.  Por tanto, las instituciones del modelo poliárquico de Robert A. Dahl han de complementar y nutrir un sistema de pesos, contrapesos y controles ya existente, ya que por sí mismas no podrán más que enfocar asuntos y levantar alfombras, pero nunca resolver los problemas. Y este es uno de los elementos clave de los sistemas políticos que Bernard Manin declarase como “democracias de audiencia”: hacer creer a la ciudadanía que las herramientas de comunicación de que dispone (cada vez más tecnológicamente avanzadas) bastan por sí mismas para actuar políticamente, lo que deja campo libre a estos grupos de presión para actuar sobre el poder política y constitucionalmente organizado.

Y es que una de las consecuencias más terribles de la falta de controles democráticos en un juego político caracterizado por su pluralismo no es otra que la corrupción, con un mayor o menor alcance. Un estudio de caso de DellaPorta es esclarecedor: en la Italia posterior a la II Guerra Mundial, y hasta que el sistema de partidos tradicional implosionase a principios de los noventa del pasado siglo, la oligarquización de los partidos políticos gobernantes y la falta de competencia electoral por los sucesivos gobiernos de la Democracia Cristiana y sus socios generó una corrupción organizada y absolutamente institucionalizada por la connivencia entre representantes políticos y sectores empresariales a ellos asociados: el círculo vicioso entre gastos electorales, licitaciones de obras y servicios públicos y financiación de las actividades del partido generó una serie de relaciones privilegiadas entre los jefes políticos y sectores empresariales que contribuían a los gastos políticos a cambio de acceso a buenas partidas del presupuesto público, lo que contribuía al enriquecimiento político de los unos (que controlaban cada vez más el partido) y al enriquecimiento económico de los otros (que podían obtener contratos públicos a un coste menor que el que supone ser empresas competitivas). Como puede verse en la España actual, en la que la corrupción es percibida como un grave problema por los ciudadanos, la práctica corrupta requiere necesariamente de la existencia de dos partes que se relacionan entre sí y de un cierto contexto de opacidad en que ambas partes puedan ejercitar esas relaciones.

Por ello, y asumiendo la inevitabilidad de la existencia de los grupos de presión y el poder que estos van a tener en el juego político, las soluciones a plantear parten de una visión reguladora del fenómeno que tienda a observar los problemas como un fenómeno de soluciones estructurales e institucionales y no mediante la mera punición de conductas individuales. De este modo, autores como Villoria plantearán que una verdadera agenda política basada en la promoción de la transparencia puede suponer mejoras y controles democráticos para combatir la corrupción, mientras que determinadas voces defienden la necesidad de crear un registro de lobbying al estilo estadounidense, a fin de que los grupos de presión tengan que conocerse antes de realizar sus labores.

Sea como fuere, parece inevitable tender hacia un retorno a lo político: los grupos de presión han de influir sobre un poder político enriquecido desde la base del sistema (la ciudadanía), sin que este vínculo primario quede quebrado y, con ello se generen vacíos de impunidad que pervierten el sistema, convirtiéndolo, paradójicamente, en menos atractivo para una ciudadanía que, en ese momento, es más necesaria que nunca.

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