Alguna vez Virginia tuvo una familia numerosa, cuatro
hijos, nueve nietos y siete hermanos. Pero ahora, a los 81 años, no le
queda nadie, y hasta los recuerdos de aquellos días mejores la abandonan
por los estragos del tiempo. Hace cinco meses su hijo mayor la trajo a
esta casa hogar al este de Caracas, pagó tres mensualidades por
adelantado, y se marchó para no volver. Cuando el personal del hogar de
ancianos trató de ubicarlo, no contestó los correos, había cambiado de
teléfono, y la dirección que dejó, aunque existía, no era la suya.
Abandonó a su madre. La historia de Virginia es la de decenas de ancianos
venezolanos, quienes son abandonados por sus familiares asfixiados por
los rigores de una crisis desproporcionada. Y es que el cóctel de
infortunios que aqueja al país ?una mezcla de hiperinflación de siete
dígitos, desempleo, y escasez de alimentos y medicinas? deja a muchos
ante una dolorosa encrucijada: alimentar a los hijos o a los abuelos. Según datos del gobierno, en Venezuela hay más de
cuatro millones y medio de pensionados, quienes reciben 40 mil bolívares
mensuales. “Eso no alcanza para nada ?dice Rosa, de 72 años?, porque un
cartón de huevos cuesta 30 mil bolívares, y un kilo de carne 26 mil”.
Precios que aumentan a diario a causa de una inflación cuya cifra
oficial ascendió a 130.060% en 2018 (la oposición habla de 1.698.000%).
Números que se traducen en una dramática realidad: ya para finales de
2017, un estudio realizado por la asociación civil Convite determinó que
los adultos mayores perdían en promedio hasta 1,3 kilos de peso por
mes, mientras la Encuesta de Condiciones de Vida 2018 indica que la
esperanza de vida en el país se redujo 3,5 años. “El resultado son ancianos muy
mal alimentados”, afirma Luis Francisco Cabezas, presidente de Convite,
que se encarga de levantar estadísticas en torno a la situación de la
tercera edad en el país. “La mayoría depende de las cajas CLAP, que
nutricionalmente son un desastre”, añade, refiriéndose al programa de
distribución de alimentos subvencionados por el gobierno de Nicolás
Maduro. “Esa caja los llena, pero no los alimenta”, agrega. En efecto,
en su reporte de junio de 2018, el Alto Comisionado de la ONU para los
Derechos Humanos denunció que el programa CLAP no satisface las
necesidades nutricionales de los venezolanos, por su contenido bajo en
proteínas y vitaminas, y alto en grasas, azúcares y carbohidratos. Combinación fatal Y a las dificultades para conseguir alimentos se suma
otra calamidad: la falta de medicinas. La Federación Farmacéutica
Venezolana afirma que al menos 400 farmacias cerraron sus puertas en el
país durante los últimos dos años, y estima en 85% la escasez de
medicamentos en el territorio nacional. “Así que los elementos están allí —mala alimentación y
falta de medicinas— para la tormenta perfecta”, apunta Luis Francisco
Cabezas. Una tragedia cotidiana especialmente para quienes
padecen demencia senil: la falta de medicinas para controlar sus
patologías los conduce —a ellos y a sus familiares— a un callejón sin
salida. Así estaba Alcira. Tiene 77 años y sufre de esquizofrenia: “Hace
un año mi hija me abandonó en este ancianato”, dice. De acuerdo con las últimas cifras publicadas por el
gobierno de Maduro, en 2013 había en el país 160 mil personas con
Alzheimer. Pero cálculos de Mira Josic Hernández, presidenta de la
Fundación Alzheimer de Venezuela, sugieren que los números se han
duplicado. “Es un tema de salud pública. Pero aquí a nadie le importa”,
lamenta. Solos y vulnerables La ONU estima que desde 2015 unos cuatro millones de
venezolanos han emigrado. Se llevan lo que les cabe en una maleta. Y el
resto lo dejan atrás, incluyendo los padres y abuelos. “En Caracas ya
hay barrios donde solamente viven viejos. La familia se fue y los dejó
solos con un caserón vacío”, relata Luis Francisco Cabezas.
Migrantes venezolanos en la frontera con Colombia
Con la soledad llega para muchos
la depresión. Y de nuevo se levanta la tormenta perfecta, con una
escasez de 85,2% en el rubro de los antidepresivos. Incluso los
suicidios entre los ancianos han aumentado: en 2017 hubo 25; en 2018
hubo 28. Y quienes no se quedan solos, son internados en
ancianatos. Ante la falta de subvenciones del Estado, la mayoría
sobrevive gracias a donativos. Tal es el caso de la Casa Hogar Madre
Teresa de Calcuta, en una populosa barriada de la capital. “A diario
recibimos cien litros de sopa, y con eso resolvemos el almuerzo”, dice
Baudilio Vega, director del centro. Cuenta que de los 164 pacientes que
antes tenían, solo les quedan 80. ¿El gobierno les da algo?, pregunto.
“Sí: nos da lástima”, responde. Dada la falta de personal, los ancianos que están en
mejor estado cocinan, limpian y ayudan a los más débiles a bañarse. “Si
esta casa no existiera, estos señores se habrían muerto”, dice. Mientras la pugna de poderes continúa en el país, otro
abuelo es abandonado en la puerta de un hgar de ancianos, otro recorre
la ciudad en busca de sus pastillas, y otro más cuenta la pensión antes
de ir al supermercado. Para ellos la crisis no entiende de diálogos ni
de presión internacional, porque el tiempo apremia, porque las
enfermedades no esperan, y porque la política va a un ritmo que la
emergencia humanitaria no conoce.
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