Más allá de su excelente facturación estética, ¿qué es lo que nos atrapa de series como Peaky Blinders, protagonizada por una familia de gangsters de los bajos fondos de Birmingham donde, en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, las mafias y el IRA campan a sus anchas mientras los movimientos revolucionarios de izquierdas agitan, tras el éxito en Rusia, el ambiente en las insalubres fábricas? No hay duda, lo mismo que nos atrapó de Los Soprano, The Wire o Breaking Bad: la habilidad de sus creadores para desdibujar las fronteras del bien y el mal.
En esta serie británica emitida originalmente por la BBC Two, el entonces ministro Winston Churchill encarga al inspector jefe de la Policía, el despiadado y puritano Chester Campbell (este sí, un personaje ficticio), la misión de recuperar unas armas que han sido robadas. En su cruzada contra esos malhechores que son los Peaky Blinders, el polizontese expresa de esta manera cuando le informan de que el líder de esta mafia, el temible Thomas Shelby, va a contratar a una secretaria personal: «The pretensions of these hoodlums are quite breathtaking», que en los subtítulos en español de Netflix queda traducido como: «Las pretensiones de estos rufianes son bastante escandalosas». Pero bien sabe el espectador que el inspector jefe también tiene pretensiones, y que por lo general están a cientos de miles de kilómetros de lo que podría considerarse justo. En cualquier caso, ¿quién no tiene ambiciones? Otra cosa –quizá la más importante– es lo que cada uno hace para alcanzarlas.
«En los últimos 200 años hemos mejorado, y mucho, en aspectos como la pobreza extrema, la alfabetización o la mortalidad infantil»
Saltamos así, acaso con paracaídas, sobre la idea del progreso, una de las más manoseadas, prostituidas y cuestionadas de la historia moderna, y que hemos llevado a la portada de este número 36 de Ethic. El progreso no es solo un gran mito ilustrado ni un lugar común donde descansan el capitalismo dominante y la ciencia moderna. El optimismo no goza de gran prestigio intelectual, pero los gráficos que publicó el economista y profesor de la Universidad de Oxford Max Roser se hicieron virales y demuestran cómo en los últimos 200 años hemos mejorado, y mucho, en seis asuntos muy conectados con los Objetivos del Desarrollo Sostenible: pobreza extrema, educación básica, alfabetización, personas que viven en democracia, vacunas y mortalidad infantil. Detengámonos al menos en dos de las tablas que Roser elaboró: 1) Desde el año 1990, cada día se reduce en 130.000 el número de personas que sufren pobreza extrema. 2) En el año 1820, solo una de cada 10 personas mayores de 15 años sabía leer y escribir. En 1930, era una de cada tres. Y, hoy, el porcentaje llega al 85% en todo el mundo.
Le daremos siempre la razón a quien responda que esas cifras no son motivo para la autocomplacencia. Por eso fundamos Ethic hace siete años. En Bangladesh se caen los edificios donde miles de trabajadores en régimen de esclavitud confeccionan la ropa que mañana vamos a comprar en un centro comercial. Catorce millones de niñas son obligadas a casarse con adultos cada año y 3,5 millones son víctimas de la mutilación genital. Nuestra actividad industrial ha provocado el calentamiento global y más de 20 millones de personas son hoy refugiados climáticos. Cada segundo, arrojamos 200 kilos de plásticos al mar.
Con la llegada el verano, me detengo en una imagen, que siempre he asumido como un fracaso ético y estético de esa idea del progreso que quizá se volvió peligrosa cuando algunos la elevaron a un altar: el litoral español –parte esencial de nuestro patrimonio natural– destruido por el ladrillo y la especulación bajo la tramposa coartada de la democratización. Algunas facturas de toda esta destrucción creadora aún no sabemos cómo las vamos a pagar.
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