En el célebre
barrio de Beacon Hill, en Boston, como reportó recientemente la radio NPR, un
grupo de personas mayores se reúne cada semana para tratar temas políticos durante el desayuno.
El encuentro, junto a paseos regulares a museos, juegos e, incluso, viajes a
otras ciudades, es posible gracias a una entidad conocida como el ‘village’,
una organización sin fines de lucro fundada en 2002 y diseñada para
apoyar a residentes que quieran permanecer en sus hogares mientras envejecen.
Sus miembros gastan varios cientos de dólares al año por concepto de cuotas,
las cuales pagan por una oficina y un pequeño grupo de trabajo que coordina
eventos sociales y, a su vez, solventa necesidades básicas como la contratación
de personal que presta atención médica en el hogar, ayuda en la compra de
comestibles y asegura transporte para los turnos médicos.
Hoy día, más
de 200 de esas comunidades se han establecido en los pueblos y ciudades de
Estados Unidos, un síntoma del ferviente deseo de los estadounidenses
de envejecer en su barrio o quedarse en sus hogares o
comunidades conforme se hacen mayores. Esta también es una muestra de los
avances logrados en proveerlos de opciones para que consigan lo anterior. Pero
el movimiento village, como lo llaman, también
ilustra cómo tales avances han beneficiado enormemente a los blancos ricos -Beacon
Hill, por ejemplo, es conocido por su opulencia-, pese a los recientes esfuerzos por ofrecer servicios similares,
sin pago, a los vecindarios de bajos ingresos.
Investigadores
de la Universidad de Manchester en Reino Unido están arrojando algo de luz
sobre los temas de equidad asociados al envejecimiento global. En su nuevo
libro Age-friendly Cities and Communities: A Global Perspective (Ciudades
y comunidades favorables al envejecimiento: Una perspectiva global), Tine
Buffel, Sophie Handler, y Chris Phillipson escribieron un “manifiesto para el
cambio” que aboga por una mayor expansión de lo que se conoce como
el movimiento de las ciudades adaptadas a las necesidades de las
personas mayores, de modo que un mayor número de estos adultos
pueda disfrutar de una mejor calidad de vida, especialmente aquellos con menos
recursos y peor atención médica.
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Este movimiento
ha crecido significativamente en las últimas décadas, particularmente desde que
la Organización Mundial de la Salud (OMS) estableció en 2010 la Red Mundial de Ciudades y Comunidades Adaptadas a las Personas Mayores.
Hasta 2017, más de 500 urbes se habían registrado, desde Ámsterdam
hasta Zushi, en Japón, con la promesa de instituir políticas que
hicieran de sus comunidades mejores lugares en los que envejecer. En Estados
Unidos, la entidad sin fines de lucro AARP ha colaborado con la OMS para
asegurar 207 comunidades de ese tipo.
“Nos dimos
cuenta de que la población mundial envejecía al mismo tiempo que la
urbanización ganaba terreno”, sostuvo Phillipson. La OMS proyecta que el porcentaje de la población
mundial con 60 años o más llegará a ser casi un cuarto de la población mundial
para 2050 (hoy es de un 12%), y, para 2030, 3 de cada 5 personas vivirán en un área
urbana, mientras hoy son poco más de una cada dos.
Las ciudades y
comunidades en la red han impulsado proyectos para responder a las necesidades
de sus residentes mayores: rediseño de los espacios verdes, entrenamientos
sobre cómo usar el transporte público y la creación de más viviendas con las
así llamadas características de diseño universal, que facilitan el
envejecimiento in situ, tales como casas de un solo piso y apartamentos con
amplios pasillos y sin barreras arquitectónicas que impidan el paso de un silla
de ruedas. Por ejemplo en Macon, Georgia, la alcaldía renovó el Tattnall Square Park, ubicado enfrente de un centro
de ancianos, dotándolo de entradas que se ajustan a los requerimientos de ADA
( Ley sobre los Estadounidenses con Discapacidades, por sus
siglas en inglés), aceras más anchas y bancos nuevos.
Si bien se ha avanzado mucho, queda un mundo por hacer, como lo que explica el manifiesto, que se centra en buena medida en la desigualdad. Los intentos por construir comunidades que se adapten a las necesidades de los mayores, han beneficiado por mucho tiempo a las familias de altos ingresos, indicó Phillipson, abandonando a su suerte a comunidades más necesitadas de infraestructura. “Y las desigualdades a menudo se ensanchan conforme envejecemos”, añadió. “Es difícil envejecer si has sido pobre durante toda tu vida”.
Gran parte del trabajo
de esta tendencia se ha orientado a residentes más saludables, señaló
Phillipson, cuando se les debiera brindar más atención a aquellos con
discapacidades tanto físicas como cognitivas. “El movimiento necesita abordar
cómo podría ser más inclusivo socialmente”, sentenció.
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Pero dicha
inclusión pasa también por hilvanar una narrativa que no singularice a los
ancianos como el único grupo necesitado de un rediseño urbano. “Esto insinúa
que cuando uno llega a los 60, tus necesidades comienzan a ser diferentes de
las de los demás, y ese no es el caso”, aseveró Phillipson. Para tener una
idea, como informara CityLab recientemente, los niños pequeños que viven en
ciudades afrontan muchos problemas similares a sus homólogos de la tercera
edad, a saber una dependencia de su localidad inmediata debido a un
rango más limitado de movimiento. La calidad de la casa y el barrio deviene
incluso más crucial para estos residentes urbanos: “Varios estudios demuestran
que un vecindario seguro, con espacios verdes, aceras bien mantenidas, etc.,
estimula a que las personas, sean ancianos, niños o todos los que se encuentren
en el medio, salgan, hagan vida social y se ejerciten, lo que de seguro influye
positivamente en la salud”, acotó Phillipson.
Ahora bien, ¿qué
deben hacer las comunidades –y cómo- para resolver las desigualdades que
Phillipson y sus colegas subrayan? Para ellos, involucrar a los
residentes mayores en el diseño urbano es clave. Esta especie de
'coproducción de la ciudad', como la llaman, va más allá de preguntar a los
mayores sus necesidades básicas y persigue adiestrarlos para que investiguen
por sí mismos, y luego incluirlos en los procesos de toma de decisiones.
En Tine Buffel
tenemos un ejemplo, quien entrenó a 123 personas mayores residentes en
Manchester para que realizaran entrevistas con sus más ermitaños contrapartes
–aquellos que viven aislados y/o en condiciones de pobreza, y quienes se
desplazan muy poco– para así dar con sus verdaderas necesidades.
Posteriormente, estos ‘coinvestigadores’ colaboraron con la universidad y las
autoridades locales a fin de paliar las insuficiencias detectadas, lo que
derivó, por citar apenas una muestra, en la creación de grupos de trabajo
social para combatir el aislamiento en barrios de bajos ingresos.
En su
crecimiento y desarrollo, el movimiento por las ciudades y comunidades
adaptadas al adulto mayor se enfrenta a al menos dos obstáculos: el
aislamiento del propio movimiento y una falta de fondos en una época de
austeridad. Ambos, según Phillipson, pudieran enmendarse a través de
la colaboración con grupos defensores de la igualdad, el empoderamiento
comunitarios y la justicia de los espacios públicos, tales como la AARP y
la Federación
Internacional del Envejecimiento, de conjunto con instituciones
académicas y campañas más abarcadoras encaminadas a mejorar las condiciones en
las ciudades para los más desfavorecidos.
“Necesitamos
poner el debate del envejecimiento amigable sobre la mesa en que se discute la
desigualdad y cómo influir en la voluntad política”, señaló Phillipson. “Esto
fortalecerá a todos los bandos por igual”.
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