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Las plataformas petrolíferas son las catedrales de nuestro tiempo / Pixabay
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No es algo nuevo, pero tendemos a olvidarnos para no sentirnos cómplices. En decenas de países de todo el mundo, regímenes autoritarios y grupos armados están vendiendo el petróleo que pertenece al pueblo y utilizan el dinero de quien quiera que compre la materia prima –entre otros, tú– para financiar la represión, la corrupción, la guerra y el terrorismo.
Como explica Leif Wenar, catedrático de Filosofía y Derecho del King's College London en su último libro, Blood Oil: Tyrants, Violence, and the Rules that Run the World (Oxford University Press), la mayoría de los conflictos internacionales de los últimos cuarenta años tienen su leitmotiv en el control del petróleo –de Siria a Ucrania, pasando por la Guerra del Golfo o la invasión de Irak–.
Y, aunque el autoritarismo en cualquiera de sus formas ha disminuido en la mayor parte del mundo, son los países con petróleo los más resistentes a cualquier forma de democracia. Como apunta Wenar en su libro, los estados petroleros en su conjunto no son más ricos, no son más libres y no son más pacíficos que en 1980. Y esto se debe a que los gobiernos de estos países tienen las manos libres para hacer con el dinero obtenido del petróleo lo que buenamente quieran y, claro está, mantenerse en el poder.
Sobre el papel, todo el mundo está de acuerdo en que los recursos naturales de un país pertenecen en última instancia a sus ciudadanos. Es un derecho recogido en la mayoría de constituciones en el mundo y también en la Carta Internacional de Derechos Humanos, el conjunto de tratados de la Organización de Naciones Unidas cuyo cumplimiento es supuestamente obligatorio para los países firmantes, bajo los cuáles vive el 98% de la población mundial.
Pese a esto, como ha investigado Wenar para la elaboración de su libro, el petróleo vendido más allá de cualquier posible consentimiento de los ciudadanos, que son los legítimos propietarios de este, representa más del 50% del comercio mundial. O, como apunta el filósofo de otra forma más contundente: “Más de la mitad del petróleo en el comercio mundial es, literalmente, un bien robado”.
La maldición de los recursos
El libro de Wenar pone negro sobre blanco lo que se conoce como la “maldición de los recursos”, un término utilizado por primera vez por el economista británico Richard M. Auty en 1993–pero cuya hipótesis fue adelantada antes por muchos otros pensadores– que apunta cómo los países con recursos ricos a menudo se desarrollan más lentamente, más corruptamente, más violentamente y con gobiernos más autoritarios que países geográficamente más pobres.
El sátrapa de Guinea Ecuatorial Teodoro Obiang es quizás el mejor ejemplo de cómo opera esta maldición. En 1979, Obiang dirigió un golpe militar contra su tío, el también dictador Francisco Macías Nguema, destituyéndolo, juzgándolo y ejecutándolo poco después. Amnistía Internacional y otras asociaciones le han acusado repetidamente de torturas y constantes violaciones de los derechos humanos, pero, pese a esto, se ha paseado por los despachos de los presidentes democráticos de todo el mundo, incluidos todos los que ha tenido España. Y, pese a que su país debería ser el más rico de todo África gracias a sus reservas petrolíferas, tres cuartas partes de la población sobrevive con menos de dos dólares al día y uno de cada diez niños muere antes de alcanzar los cinco años.
Como apunta Wenar, la fuente de esta maldición es en realidad una ley arcaica que data de tiempos de la trata de esclavos y que, en distintas versiones, existe en todos los países. En resumidas cuentas, se considera legal comprar los recursos naturales de otros países a quienes puedan controlarlos por la fuerza.
Debido a esto, por poner un ejemplo entre cientos, cuando Saddam Hussein se hizo cargo de Irak en un golpe de Estado, las leyes permitían comprarle el petróleo. Después, en 2014, cuando el Estado Islámico se hizo cargo de algunos de esos mismos yacimientos, estos se convirtieron en los legítimos vendedores del combustible extraído. Sí, se pusieron sanciones para bloquear las compras legales de los terroristas, pero no para adquirir su petróleo, lo que en cristiano viene siendo hacer un pan como unas tortas.
Como explica Wenar en un artículo que firma el mismo sobre su libro en The Conversation, “esta ley es tan antigua que la damos por sentada. Pero no tiene sentido. Si una banda armada se hace cargo de una gasolinera, después de todo, nadie pensaría que debe ser legal comprarles el combustible. Pero nuestras leyes nos permiten hacer negocios legales con extranjeros que controlan el petróleo por la fuerza. En los últimos años, la familia estadounidense promedio ha enviado hasta 250 dólares anuales a regímenes autoritarios y grupos armados extranjeros, simplemente para llenar los depósitos de sus automóviles”.
Nuestros coches se mueven con sangre
Por mucho que se hable de los coches eléctricos, lo cierto es que, si ignoramos su impacto medioambiental –y a la vista está que seguimos haciéndolo– el petróleo sigue siendo el combustible más eficiente del mundo.
Por mucho que se hable de los coches eléctricos, lo cierto es que, si ignoramos su impacto medioambiental –y a la vista está que seguimos haciéndolo– el petróleo sigue siendo el combustible más eficiente del mundo.
Un galón de petróleo (exactamente 3,78 litros) contiene la misma energía que 4,5 kilos de carbón o casi 8 de madera y además, es fácil de mover, pues es relativamente ligero y estable. El 90% de los medios de transporte del mundo siguen moviéndose con petróleo y lo harán por más tiempo del que pensamos. Con la tecnología actual, para mover un Boeing 737 necesitaríamos baterías que pesan 22 veces más que el avión mismo.
Hay que apuntar también que el petróleo no solo sirve como combustible para el transporte, se necesita para elaborar gran parte de los artículos que usamos en nuestro día a día, de los medicamentos a los discos de vinilo, pasando por las tarjetas de crédito, los desodorantes, la pintura o el asfalto.
En definitiva, seguimos necesitando el petróleo y, aunque podamos pensar lo contrario, se lo estamos comprando a oligarcas de la peor calaña. Y no hablamos de las grandes petroleras, sino de gobiernos corruptos de países donde las mujeres no pueden ir por la calle a cara descubierta o se tortura a la oposición política.
No es que gigantescas firmas como Exxon, Shell o BP sean hermanitas de la caridad. Son empresas lo suficientemente poderosas como para exigir grandes desgravaciones fiscales y subsidios en el país y en el extranjero. Y, pese a sus crecientes políticas de responsabilidad social corporativa, han ignorado una y otra vez la amenaza del cambio climático. Pero, en realidad, como explica Wenar en su libro, hay todo un oscuro mercado en torno al petróleo, en el que operan cientos de empresas de las que nadie ha oído nunca hablar, que son mucho peores que las grandes multinacionales en materia de seguridad ambiental y estándares laborales, y no tienen ningún problema en hacer negocios con funcionarios extranjeros corruptos.
En realidad, las empresas no controlan el mercado de petróleo, que sigue en manos de los Estados. Los gobiernos solo contratan a empresas extranjeras, si es que lo hacen, para que extraigan los recursos. Solo Arabia Saudí controla el 20% de las reservas de petróleo del mundo, y tiene a su propia empresa pública para extraer el petróleo. En comparación, Exxon controla menos del 1% de los pozos. Además, una vez que el combustible es extraído e ingresa en el mercado mundial puede acabar en cualquier lugar. La trazabilidad de su origen y los intermediarios que intervienen en el proceso es prácticamente inexistente, y lo que es peor, a nadie le importa.
Como explica Wenar, la solución obvia sería hacer ilegal comprar petróleo a cualquier Gobierno que no sea al menos mínimamente responsable ante los ciudadanos de su país. Suena complicado, pero no es imposible. Un senador en Brasil acaba de presentar, de hecho, una legislación que haría ilegal importar petróleo de estados autoritarios o fallidos, y evitaría que la compañía petrolera nacional firmara nuevos contratos con regímenes autocráticos.
Si Brasil puede discutir una prohibición sobre el petróleo robado, ¿por qué no puede Europa o Estados Unidos?
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